Seguro pensaron en otro tipo de llantas, pero no. ¿Quién se imaginaría que las llantas de un carro y los mejores restaurantes del mundo estarían conectados? Pues bien, en 1900, los hermanos Michelin, dueños de una marca de llantas, crearon la Guía Michelin para animar a la gente a usar más sus carros, a viajar y por supuesto a gastar más las llantas. Para premiar a los mejores restaurantes, en 1926 se inventaron las famosas estrellas, y el resto, como dicen, es historia: Una estrella michelin es un alto en el camino, es decir que si vas de viaje, ese restaurante es tan bueno, que vale la pena detenerse y entrar. Dos estrellas significan un desvío, es decir que el restaurante es buenísimo y que aunque no este en tu ruta, te hace desviar para llegar y tres estrellas significan que el restaurante es espectacular y justifica un viaje especial.
A lo largo de los años, esas estrellas se convirtieron en el máximo honor para un chef, en el reconocimiento más anhelado. Pero ¿será que el mejor plato siempre está en esos sitios tan lejos de casa? O ¿será que el desvío que vale la pena es el que nos lleva de la rutina de la calle a la calidez de nuestra propia cocina, a ponernos un delantal y a preparar algo con el alma? Esos sabores, como el arroz con coco de la abuela, no están en ningún mapa, pero son, sin duda, un viaje que uno siempre quiere hacer.
Por eso, lo que he visto aquí en el caribe me ha enseñado que nuestras preparaciones pueden no tener la perfección de la alta cocina, ni la sofisticación del plato más premiado. Los aficionados a la cocina no aspiramos a las estrellas de la guia Michelin. Nuestra meta cuando cocinamos es que el premio sea la felicidad de la familia y los amigos. Porque para nuestra gente, el amor que ponemos en cada preparación, es sin duda, merecedor de tres estrellas Michelin. ¡Un abrazo y a seguir cocinando con amor!
